Autoeditarse para matar, por Norberto José Olivar

Autoeditarse para matar, por Norberto José Olivar

thumbnailnorbertojoseolivarI

Cuenta la señora Laura Revuelta que doña James escribió su trilogía de sombras mientras batía huevos y, luego, las colgó de Amazon y se sentó a esperar. La suerte tardó, pero llegó. Ahora bien, doña James es solo un botón. La encuesta Kindle reveló que 67 por ciento de los españoles, por ejemplo, quiere escribir un libro. No sé si en Venezuela el porcentaje será tan nutrido, aunque debe rondar una cifra parecida pues, para muchos, escribir un libro está entre las tres cosas que hay que hacer antes de morir. Y a la mayoría les da por la novela. No obstante, buena parte de estos autores al acecho, aspiran a escribidores sin antes padecer como lectores. Un escritor es un lector que escribe lo que no encuentra en los libros; empero, les atrae más la razón social de la ocupación que la desquiciada y solitaria faena. Como sea, al margen de estas consideraciones, estos novelistas en hibernación están dispuestos, en un alto número, a concretar su idea tal como un día lo hiciera doña James: autoeditarse, en la web o en papel, y aguardar por la loca suerte con obstinación y optimismo. Pero ya ejerciendo de escritor.

 





II

Cierta tarde, quedé a verme con el ensayista Miguel Ángel Campos en el cafetín de la facultad. El café estaba de funeraria, pero la conversa fue entretenida. Esa vez saqué de mi bolso un relato que recién había editado. Recuerdo que le dije que era el último libro que autopublicaba. Estaba cansado del triple oficio: escritor, editor y distribuidor (y hasta motorizado de cobranzas). Entonces, Miguel Ángel Campos dijo algo que me ha recordado la señora Laura Revuelta: «Borges se financió Fervor de Buenos Aires, su primer libro; y Sábato, hizo igual con la primera edición de El túnel. Y hay una larga lista en la que está, incluso, Virginia Woolf. Se puede autoeditar de por vida. No hay nada indigno en ello», concluyó, Campos, en aquella ocasión. Pienso en estas palabras caminando en círculos en el centro de mi gabinete, que es como se debe pensar. Y recuerdo un buen artículo de otra señora, Nora Catelli, y me parece que Barthes no vería problema en este asunto de la autoedición porque la escritura es responsabilidad exclusiva del escritor, que debe luchar con el lenguaje «para no ceder nunca a la tentación de aceptar lo heredado sin violentarlo». Lo que también debería ser el desvelo de todo editor que se precie, pero ya se sabe que este oficio ha ido desapareciendo. Recordemos al narrador de Dublinesca, cuando afirma que elementos rarísimos como Samuel Riba, oficiante de esa noble labor —editores que todavía leen y a los que les ha atraído siempre la literatura— se han ido extinguiendo sigilosamente. Sin que se perciba, aún, alguna mutación digna y duradera.

 

III

De manera que estamos a las puertas de un apocalipsis literario. El mundo será gobernado por autores y editores que jamás han leído un libro, pero sí escrito y publicado muchos. Autores y editores con la marca de la bestia en sus frentes que controlarán todo, que escribirán y publicarán de todo sin nada que decir ni afectar. La dictadura de los analfabetos ilustrados. La revolución literaria.

 

IV

Según Barthes cada libro es una batalla. Por tanto este es el único requerimiento a la autoedición: ¿qué cosa va a enfrentar ese libro?, que igual es lo que se debe esperar de cualquier libro, salga del bolsillo del autor o del capitalismo salvaje. Bien decía Bolaño algo por el estilo, del libro o la literatura, ya ni recuerdo, pero que tal cosa debía ser un golpe al estómago, un pellizco en las asentaderas. Y no caer en la tentación de nuestra biografía como centro del universo, buena recomendación de Rosa Montero, en La loca de la casa. De cualquier forma, el libro no puede ser una vacuidad de bebedores de café o de andantes con aspecto patibulario de elevada bohemia. Si se va a autoeditar, fenómeno en crescendo, por cierto, o se sale de una plantilla editorial, la conditio sine qua non es que ese libro sea un disparo certero a lo que el lenguaje quiere imponernos. O, en su defecto, alguna venganza que bien valga la pena.

 

 

@EldoctorNo