Armando.info: los inmigrantes venezolanos en Trinidad y Tobago navegan de un infierno a otro

Armando.info: los inmigrantes venezolanos en Trinidad y Tobago navegan de un infierno a otro

Foto Runrunes

 

 

Los ‘boat people’ venezolanos no tardan ni dos horas para pasar de las penurias del hambre y la precarización, en el Oriente del país, a la explotación y la ilegalidad en la vecina isla de Trinidad. Durante el cruce del Golfo de Paria se van quedando las esperanzas de muchos, enfrentados a una realidad tan dura que, a la larga, la deportación les luce como un alivio. Dos reporteras de Armando.info fueron a ambas riberas para ver qué motiva a quienes enfrentan esta travesía, y qué negocios y trámites se han montado sobre su miseria.





“En Güiria, una población portuaria del estado de Sucre, más al norte del Delta Amacuro, queda el otro punto de partida hasta Trinidad. A la cercana playa de Irapa la separan de la isla solo noventa minutos de navegación; desde Macuro ?pueblito sobre el extremo oriental de la península de Paria, relevante en la historia por ser el sitio donde Cristóbal Colón pisó por primera y única vez en 1498 tierras continentales de América del Sur? la travesía toma 45 minutos.

Ya no hay turismo, pese a que la alcaldía intenta arreglar las plazas y reforzar el lema “Yo amo Güiria” para motivar a los visitantes. En el día no se ven carros, ni taxis. Todos van a pie. El mercado libre tiene 80% de sus puestos sin mercancía. Se venden verduras, hortalizas, harina pan y algunos artículos de higiene personal traídos desde Trinidad y Tobago.

En el puerto pesquero de Güiria, que alguna vez fue cuartel general de una de las flotas atuneras más poderosas del hemisferio, reposan las ruinas de un frigorífico que se quemó hace más de una década. Hay embarcaciones oxidadas luchando por mantenerse a flote. Ya hace mucho desde que quebró una de las dos compañías de ferries que hacían traslados a Trinidad y Tobago. De momento la empresa Virgen del Valle sigue cubriendo la ruta a la Trinidad con la única embarcación que tiene. “Acá, quien no anda en algo ilegal, no sobrevive”, anticipa un pariente de los antiguos empresarios que llevaban en ferries a los turistas hasta la isla.

Aunque no se ven fuentes de trabajo, la presencia de la petrolera estatal Pdvsa disminuye, y los abastos permanecen vacíos, los viernes en la noche una atmósfera festiva se apodera del puerto. Aparecen camionetas 4 x 4 con cornetas, bajos y plantas para mantener despierto al pueblo toda la noche. Las mujeres jóvenes sacan sus vestidos más cortos y el contrapunteo de reguetón, salsa y bachata retumba en cada cuadra hasta el amanecer.

Sobre las embarcaciones que transportan migrantes nadie se atreve ni a hablar ni a señalar. “Acá hay ya escasez de droga. Lo que da dinero es el cobre”, dice un habitante que prefiere mantener su identidad resguardada. El metal, la nueva mercancía de moda, se cotiza en cuatro dólares por kilo. “La termoeléctrica (inaugurada en mayo de este año) la están desmantelando. Nos dejan sin luz a cada rato. A las mafias y cuerpos de seguridad no les importa dañar a la población”, dice.

Los migrantes aprovechan desde aquí, para alcanzar las costas trinitarias, las colas o aventones de quienes trafican en lanchas con todo tipo de mercancía. No es solo cobre o personas: la miel se cotiza en quince dólares, las escobas en 4,40 dólares, el kilo de queso blanco en cinco dólares al igual que el kilo de camarones, mientras que la botella de Bajo Cero, una marca de vodka popular en Venezuela, cuesta quince dólares.

Las embarcaciones aparentemente salen de forma legal; al menos, a la mayoría de los pasajeros se les ve con pasaporte. Quienes han cruzado las aguas aseguran que sus documentos de identidad son llevados al Saime -el organismo venezolano de identificación y extranjería- para recibir el sello de salida sin necesidad de que estén presentes los viajeros. En la madrugada zarpan. “Acá todo el mundo es cómplice. Hasta el Inea [el Instituto Nacional de Espacios Acuáticos, que controla el tráfico marítimo] le da un informe con el despacho al encargado sin ver a los tripulantes. No hay manera de parar los botes. Cuando llegas a Puerto España [la capital de Trinidad y Tobago] te bajas y te vas sin problema, mientras que los dueños de la mercancía se chequean en inmigración”, explica el mismo informante”.
Por Isayén Herrera

 

“Andrea cuenta los días para volver; ya falta poco. En Tucupita, la capital del estado venezolano de Delta Amacuro, la esperan sus dos hijos y ella llegará, o así lo espera, con 700 dólares americanos que ahorró trabajando dos meses y medio en Cedros, un pueblo costero sobre el extremo suroeste de la isla de Trinidad.

Ayudó en una empresa de encomiendas y limpió casas. Atrás dejó la escuela donde daba clases en Venezuela y desplegaba sus conocimientos como licenciada en Educación y master en Psicopedagogía. Pero es que ya el sueldo no le alcanzaba. Al volver a tierra firme espera vivir de lo que compre con la venta de los dólares, poco a poco, por lo menos durante seis meses, para regresar a Trinidad y repetir la operación. Sobre esa arquitectura de viajes por temporadas espera sostener a su familia en la Venezuela hiperinflacionaria.

A primera vista Cedros, en la costa trinitaria, es como cualquier playa venezolana: Higuerote, Cuyagua o Punta Arenas. Solo que sin reguetón de fondo, sin empanadas. La arena es fina y morena, el agua es cálida.

Sobre un largo espigón de concreto que sirve de muelle se forma la fila de quienes tienen sus papeles para entrar legalmente. Alrededor de cuatro barcos llegan cada jueves, cada uno con al menos 20 venezolanos buscando escapar del hambre y la escasez que es la patria en estos días. Bajo una mata los esperan familiares o amigos para acreditar, de ser necesario, que son invitados de alguien.

Sí, el paisaje recuerda a Venezuela pero todo cambia de pronto: un funcionario trinitario grita los nombres de los recién llegados con un fuerte acento inglés; si al llamado no responde nadie que diga esperarlos, los venezolanos son devueltos.

Una vez puestos los pies en Trinidad, comienza la verdadera odisea. Los venezolanos que llegan suelen tomar una de estas dos decisiones: la que tomó Andrea, entrar legalmente, quedarse un tiempo y volver; o quedarse indefinidamente solicitando protección internacional como refugiado.

Quienes no tienen pasaporte desembarcan en las playas de Icacos -aún más al oeste que Cedros- o Erin -más al sur-, donde no hay puestos oficiales de entrada y la bienvenida la ofrecen la playa mansa, la noche y el silencio. Los pescadores de la zona reconocen que entran muchos venezolanos “pero cada vez menos por aquí”, según Selwyn Joseph, que vive en Icacos, “últimamente hay más patrullas de vigilancia”. Sin importar la estrategia, la mayoría llega a Trinidad con un objetivo único: trabajar y ganar en dólares para ayudar a quienes se quedan en casa”.
Por Valentina Lares

 

 

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