Josef Mengele, el siniestro “Ángel de la Muerte” de Auschwitz que pasó su vida oculto en Sudamérica

Josef Mengele, el siniestro “Ángel de la Muerte” de Auschwitz que pasó su vida oculto en Sudamérica

Josef Mengele se ganó el apodo del Ángel de la Muerte porque tenía el poder de decidir quien vivía y quien moría en Auswitchz y por sus horrendos experimentos con prisioneros

 

Había sido uno de los hombres más temibles del régimen nazi, enviando a decenas de miles de personas a la muerte y realizando en indefensos prisioneros todo tipo de atrocidades en el nombre de la ciencia, pero en el pequeño pueblo costero de Bertioga, en el estado de San Pablo, Josef Mengele era uno más.

Por infobae.com





Hasta que una apacible tarde de verano, cuarenta y tres años atrás, un suceso todavía hoy envuelto en misterio destapó la historia de uno de los mayores sádicos que conoció la humanidad. Un monstruo que había estado evadiendo la Justicia por más de 20 años adoptando una serie de identidades falsas y en un estado de constante fuga.

Pero volvamos al verano de 1979 en Bertioga. El cuerpo yace en la arena. Un hombre mayor fue escupido por el mar. Lo rodean tres personas. Domina el silencio. Ninguno hace demasiados esfuerzos por reanimarlo. Es evidente que el hombre ya está muerto.

Un policía acude e intenta alguna maniobra. Lo hace sin esperanzas: sólo sigue un difuso protocolo. Si no hubiera testigos, si no estuviera esa pareja mayor que no se despega del cuerpo y que luce muy preocupada, el agente ni siquiera hubiera intentado luchar contra lo inexorable.

Luego, los pasos de rigor. El traslado del cadáver, el certificado de defunción, la identificación del cuerpo, el entierro. En Bertioga, en 1979, vivían unas pocas miles de personas. Para la identificación recurrieron a los documentos que acercaron dos de esas tres personas que estaban junto al cuerpo en la playa: los Stammer, una pareja de origen húngaro que convivía con el muerto.

Según transcribió el médico, el hombre que estaba sin vida en la morgue del hospital tenía 54 años y se llamaba Wolfgang Gerhard. Parecía mucho más viejo. Tal vez por eso, por su mal estado físico para la edad consignada, pareció natural que la muerte se hubiera originado en un ataque al corazón que le sobrevino mientras nadaba en las aguas frías. No se había ahogado. No tenía ninguno de los signos de los que son derrotados por el mar.

Tuvieron que pasar más de seis años para que se supiera la verdad. Quien murió en ese atardecer paulista, no se llamaba Wolfgang ni era mecánico como dijeron sus amigos. El muerto tenía 68 años y era uno de los criminales nazis más buscados de las últimas décadas.

El muerto era Josef Mengele, el Ángel de la muerte.

Médico y antropólogo, se unió al Partido Nazi en 1938. Fue alistado en el ejército alemán y participó en varias campañas. Fue condecorado en un par de ocasiones por su accionar en el frente de batalla hasta que una herida lo postró por varios meses. Ya no pudo acompañar a las tropas cómo médico.

Consiguió un puesto administrativo pero se aburrió rápido. Pidió ser destinado a Auschwitz. Llegó al infame campo de concentración en 1943. En muy poco tiempo fue sumando funciones y ganando poder. A los pocos meses era el encargado de “La Selección”. Decidía sobre el destino de los recién llegados en los trenes atestados.

En medio de la muerte y del hambre, Mengele refulgía en con su delantal blanco siempre impecable, guantes del mismo color y una vara estrecha y larga en una de sus manos. Él separaba -con un sólo movimiento de vara, un latigazo al aire- a los que eran aptos para el trabajo (esclavo) y quienes serían desechados, a quienes matarían de inmediato, siguiendo un camino que aparentaba normalidad pero sólo era un organizado y cruel pasillo que conducía a las cámaras de gas.

No era una tarea difícil. Cualquiera la podía hacer. Era muy evidente quién pertenecía a cada grupo, a pesar de que mientras transcurría la guerra y los Aliados y los rusos se acercaban, la criba se puso menos exigente. Algunos testigos, unos pocos sobrevivientes, afirman que lo que distinguía a Mengele era la fruición con que encaraba la tarea. Su forma de ejecutarla tenía otra peculiaridad. Personas con discapacidades evidentes, que otros hubieran enviado de inmediato a las cámaras de gas, eran separadas por él en un tercer grupo. Serían a partir de ese momento sus conejillos de indias, carne de los experimentos más crueles de los que se tenga conocimiento.

Antes de la guerra, Mengele se había especializado en el estudio de los llamados labios leporinos. Había analizado, con los límites de la época, varios casos de fisuras labiales y palatinas. Quería buscar el patrón hereditario en esas anomalías.

En Auschwitz encontró el lugar ideal para continuar con sus investigaciones genéticas. Su presencia en la llegada de los trenes no era necesaria pero él no quería que ninguno de sus “potenciales experimentos” se le escapara. Hermanos mellizos, enanos y personas con anomalías físicas. A quienes elegía los sometía a los tratos más crueles y macabros, según él en aras del avance científico.

Sus experimentos, en busca de un linaje perfecto, en pos de la creación y perpetuación de la raza superior, fueron criminales.

Inoculó tifus en pacientes, inyectó sustancias en los ojos de varios niños para intentar cambiarles el color, extirpó ojos de personas vivas para ver cómo eran por dentro, para intentar entender su funcionamiento, mató personas para extirparles órganos, mató hijos delante de sus madres y hasta cosió a dos hermanos gemelos entre sí para recrear el comportamiento de los siameses: las costuras se infectaron y la gangrena consumió a los hermanos.

Esa supuesta tarea científica, con muestras que enviaba a Berlín, abultadas anotaciones y sus aires de importancia, no eran pruebas ni experimentos. Se trataron de torturas, mutilaciones y homicidios. Muchos de los cuales ejecutó él mismo. Un monstruo que encontró en ese ámbito deshumanizado, en el que la vida no valía nada, la excusa perfecta para desarrollar su perversidad.

Uno de los días más felices de Mengele en Auschwitz fue el 19 de mayo de 1944. Ese día no recibió a las formaciones de vagones. Estaba con sus papeles en la oficina cuando uno de sus ayudantes lo llamó a los gritos. No podía perderse lo que había llegado al campo de concentración. Se refería a la familia Ovitz, una troupe artística integrada por nueve hermanos que viajaba por Europa con su show musical y de varieté que habían sido detenidos en Hungría y derivados a Auschwitz. La particularidad era que siete de ellos eran enanos.

Mengele, esa mañana, se sintió el hombre más afortunado del mundo. Siete hermanos enanos para poder realizar sus pruebas. Y otras dos hermanas de talla normal. Separó a los Ovitz del resto, ordenó que los alimentaran y comenzó para ellos un calvario de ocho meses en que lo que Mengele llamaba “pruebas científicas”, pero sólo eran torturas para los Ovitz.

Les sacaba sangre varias veces al día, les fueron arrancados dientes y uñas, cortado el pelo, con elementos filosos les perforó la piel para intentar descubrir quien cicatrizaba primero y varias torturas más del mismo orden. Mengele no sabía qué buscaba pero continuaba con los tormentos en medio de su obsesión. Los Ovitz lograron sobrevivir al monstruo y a Auschwitz.

Mengele escapó de Auschwitz el 17 de enero de 1945, con el resto de los nazis. Luego comenzó un derrotero que se repitió en miles de casos. Su vida en esos meses, como la de tantos oficiales nazis, se redujo a tratar de esquivar a los soldados aliados, de intentar pasar desapercibido y de convencer a quien lo capturara de que su papel durante la guerra había sido menor.

Cayó en manos de los norteamericanos pero lo salvaron por no llevar el tatuaje que identificaba a los SS con su tipo sanguíneo y su condición de médico. Ya había adoptado una falsa identidad: era Fritz Hollmann.

Nadie hubiera creído que ese ser con bigote deshilachado y mirada tenue fuera un criminal de guerra. Hasta 1949 se dedicó a huir y a esconderse en zonas rurales y pequeños poblados. Luego llegó la gran oportunidad de fugarse y perderse para siempre. Su nombre ya había aparecido en los Juicios de Nuremberg y en otros procesos que se habían abierto en Alemania.

Salió, como tantos otros jerarcas nazis, con pasaporte falso de la Cruz Roja, vía Génova hacia Buenos Aires. La capital argentina en esos años era la guarida perfecta de los nazis fugados.

Adoptó una nueva falsa identidad: Helmut Gregor. Bajo ella hasta logró reunirse con el presidente Juan Perón. Trabajó en una carpintería, hizo juguetes didácticos, vendió maquinaria agrícola y hasta tuvo una pequeña empresa farmacéutica. En 1956 hizo trámites en la embajada alemana y recuperó su apellido real, sólo se argentinizó su nombre de pila. Pasó a ser José Mengele. Cédula de Identidad número 3.940.484.

Se sentía tranquilo y seguro. No veía cómo podían dar con él, escondido, llevando una vida gris en un país tan austral y alejado. En esos tiempos era casi imposible el cruce de información. Hasta se dio el lujo de viajar a Europa y traer a su cuñada, la esposa de su hermano fallecido con la que se casaría en Buenos Aires.

A fines de la década del 50 fue detenido y acusado de ejercicio ilegal de la medicina y de practicar abortos. Su tranquilidad se acabó en ese momento y empezó una fuga que duraría dos décadas. Sus destinos serían Paraguay y Brasil.

Los agentes del Mossad que capturaron a Eichmann en Buenos Aires quisieron hacer lo mismo con Mengele. Pero según varios testimonios se les escapó por unas pocas horas. A partir de ese momento su nombre se difundió y ya no le quedó más que escapar. Todo el mundo conocía ya a Mengele, el Ángel de la Muerte, el sádico médico de Auschwitz.

Luego de una estadía en Paraguay, una vez más la red nazi lo asistió para lograr que pasara a Brasil. Allí se dedicó a la actividad agrícola y se mudó varias veces de locación para impedir que sus captores dieran con él. La mayor parte de esos años, los pasó con el matrimonio Stammer, una pareja proveniente de Hungría, los mismos que estuvieron junto a su cadáver en la playa esa tarde del 7 de febrero de 1979.

Sus actividades en ese país siguen siendo un misterio. Algunos le atribuyen una epidemia de gemelos, todos rubios y de ojos celestes, en un pueblo perdido de Brasil: en pocos años nacieron cuarenta parejas.

Simon Wiesenthal, el cazador de nazis, se obsesionó con encontrarlo. Tanto que, muchas veces, pareció perder el juicio. Declaró, en varias oportunidades, que Mengele fue visto en lugares en los que nunca estuvo. En América Central, Europa Oriental, Colombia y varios países más. Tanto es así que especuló con estas pistas aún después de que Mengele estuviera muerto.

El hijo de Mengele, Rolf, declaró que estaba avergonzado de ser hijo de quien era. Pero dejó a Wiesenthal y al mundo seguir buscando a su padre aun sabiendo que se encontraba muerto desde hacía años.

Recién seis años después de la muerte de Mengele, en 1985, Rolf avisó del fallecimiento y señaló el lugar de Brasil en el que estaba enterrado. Luego de varias pruebas forenses, en especial de la dentadura, los peritos determinaron que la persona que se había ahogado en la playa paulista en 1979 era el criminal nazi.

Hubo que esperar otros siete años para que las pruebas genéticas confirmaran la situación para terminar de despejar las dudas. La actitud de su hijo durante esos años sólo sirvió para abonar suposiciones y que sedimenten las teorías conspirativas. Como en otros tantos casos de nazis célebres, varios investigadores sostienen que Mengele no murió cuarenta años atrás.

El cuerpo de Josef Mengele, el de los experimentos macabros e inhumanos, el prófugo de tres décadas, no fue repatriado ni reclamado por su familia. Nadie quiso que enfermos y fanáticos acudiesen en peregrinación al lugar de su sepultura, ni que lo convirtiesen en un santuario de la perversidad y el mal.