Luis Barragán: Pérez III

Luis Barragán @LuisBarraganJ

Independientemente de sus posturas políticas e ideológicas, celebramos el centenario natal de dos venezolanos insignes de una era radicalmente diferente a la que ahora atravesamos: por el mes de abril, Pompeyo Márquez, y, recientemente, Carlos Andrés Pérez. Con todos sus errores y fallas, es necesario expresarlo sin ambages: ninguno de los prohombres del presente régimen les llega a los tobillos. Sin embargo, deseamos hacer algunas nada novedosas precisiones sobre el tachirense, habida cuenta que nunca lo votamos, circunstancia que automáticamente no lo demerita.

Inició el segundo gobierno de Betancourt en un contexto prolongado de guerra, auspiciado por una derecha golpista y una izquierda insurreccional que derrocharon más cinismo e irresponsabilidad histórica que inspiración y destreza política, por lo que un ministro de Relaciones Interiores como Luis Augusto Dubuc no contó con el temperamento necesario para afrontar decididamente un desafío que superaba el canon clásico de la formación política de los dirigentes de entonces, por cierto, nada tímido después de la larga resistencia y exilio antidictatorial. El acierto presidencial fue innegable al hacer titular del despacho a Pérez, luego de una pasantía viceministerial, en la que el secretario general seccional del Táchira demostró la profundidad de su compromiso y un inmenso coraje en defensa de la institucionalidad democrática que, a la vuelta de los años, a pesar de la intensa propaganda de descalificación, no impidió que ocupara el solio miraflorino.

Carlos Andrés Pérez, según RAS. Elite, Caracas, nr. 1838 del 17/12/1960.

Otra muestra del coraje de Pérez fue el de la nacionalización petrolera y, sobre todo, el modo de hacerlo. El consenso opositor de entonces apuntó a una completa estatización de la industria, pero él nadó a contracorriente a favor de las empresas mixtas y echó las bases de una exitosa transnacional con la acertada selección de un equipo de dirección que garantizó una ejecutoria profesional, especializada y estable.





Claro y realista el programa de gobierno de AD, como lo fue el de COPEI, durante la segunda presidencia, tuvo la valentía de corregir el curso del modelo y la estrategia de desarrollo en todo lo que le fue posible, rompiendo el esquema populista que él mismo enfatizara, precedido también por la herencia que dejaron los gobiernos de Herrera y Lusinchi. Cierto, Pérez incurrió en errores de apreciación y exceso de confianza frente a una conspiración muy bien orquestada que arrancó con El Caracazo, nada fortuito a nuestro modo de ver, y lo subrayó la asonada del otro celebérrimo febrero que él supo enfrentar con gallardía y determinación, al igual que hizo por noviembre de 1992, como le correspondía.

Hay un Pérez tres que ha pasado por debajo de la mesa en este aniversario, quizá como un gesto de cortesía o faltando una suficiente maceración histórica que pudiera beneficiar al régimen que lo ha denostado hasta los extremos más indecibles, rayando en una vergonzosa imbecilidad. Es el que, a meses de vencerse el período constitucional, se vio obligado a renunciar a la presidencia de la República, como en efecto lo hizo, afrontando todas las consecuencias.

Renuncia que, por entonces, la creímos como una demostración de consciencia y hondura institucional del país, pero nos equivocamos al no esperar los comicios, o quizá hacerlo hubiese significado otro golpe de Estado por las logias que pugnaban al interior de las Fuerzas Armadas, siguiendo a Domingo Irwin. Caso éste que debían las direcciones partidistas asumir al declarar el fin de fiesta de la era petrolera, quedando como un recuerdo los tiempos del confortable reacomodo de los factores de poder.

De nuevo, derrochó valor el presidente Pérez en la última y amarga etapa de su vida, incluyendo los desvaríos de AD que ahora lo reivindica como infaliblemente suyo. Y, sabiendo de las diferencias, cuando ella me dijo que la acompañara a darle un adiós a su admirado líder, fui con María Efe a la casa distrital para dejar nuestro testimonio de respeto histórico a quien injustamente lo hicieron dueño de todas las villanías posibles.