Nelson Mandela, el hombre que vivió 27 años encerrado en el infierno, jamás buscó venganza y luchó por la paz

Nelson Mandela, el hombre que vivió 27 años encerrado en el infierno, jamás buscó venganza y luchó por la paz

Nelson Mandela en la prisión de Robben Island donde estuvo los primeros 18 años de encierro (Louise Gubb/Corbis via Getty Images)

 

Fue el padre de una nación, en una era en la que las naciones ya no tenían padres fundadores. Sudáfrica le debe su identidad, tal vez su existencia como nación libre. Nelson Mandela, que hoy cumpliría ciento cinco años, sacó a su nación de la vergüenza del apartheid por la que durante años, los afrikaaners, la sociedad blanca descendiente de los británicos y holandeses llegados a esa tierra atraídos por el oro y los diamantes, dictaban las leyes, controlaban los poderes del Estado, establecían las normas de la economía, fijaba las zonas de viviendas y aseguraba para esa minoría las ventajas de un sistema disfrazado de democrático, exclusivo para europeos, sostenido por una política racista también disfrazada de hipocresía: “desarrollo separado” decía el lema. Separado, seguro. Lo de desarrollo… Se trataba de veintiocho millones de personas de raza negra bajo el dominio de tres millones de blancos que recurrieron durante años a la represión, el encarcelamiento, la tortura, las desapariciones y la violencia indiscriminada en las calles y en los barrios destinados a los negros, en especial en el legendario Soweto.

Por infobae.com

Mandela pagó con su vida. Quisieron matarlo a fuerza de cárcel, aislamiento y trato vejatorio. Vivió tras las rejas durante veintisiete años, entre 1964 y 1990. Lo encarcelaron a sus cuarenta y nueve años, y lo soltaron, porque mantenerlo preso ya era un papelón internacional y un bochorno abominable, a sus setenta y seis años, cuando era de suponer que la vejez y el trato despiadado lo hubieran aplacado, serenado, le hubieran diluido la fe. No lo conocían bien.

Al salir en libertad Mandela se puso Sudáfrica al hombro y encaró el arduo trabajo de independizar a su nación de negros de la ceguera blanca. Pudo ser un héroe, pero no quiso. Pudo elegir el camino de la venganza, pero tampoco quiso. Pudo intentar eternizarse en el poder, pero no le interesó. Era un estadista y no un monigote.

Su historia, habla por él. El día que salió de la cárcel, el 11 de febrero de 1990, el día que dejó de ser el prisionero 46664 y volvió a ser Nelson Mandela, estaba delgado, con su salud deteriorada porque lo habían confinado siempre en celdas húmedas para que la tuberculosis lo matara; tenía los ojos lastimados para siempre por años y años de trabajos forzados en minas de cal, sin que le hubieran permitido usar gafas para aliviar el clavo ardiente del sol reflejado en la blancura de la piedra caliza.

Enfrentó un mundo que no reconocía. Lo habían sometido a un régimen de aislamiento en el que sólo le estaba permitidas una visita y una carta cada seis meses. Nunca tuvo derecho a leer diarios y alguna vez fue castigado por tener en su celda algún recorte noticioso de los que circulaban en la prisión. Así durante veintisiete años. El día de su libertad llevaba en los bolsillos una carta de su hermano, enviada en 1964, que había llegado a sus manos dieciocho años después, en 1982. Dejaba atrás su clasificación como “prisionero Clase D”, que era el último escalón en aquel infierno de Dante que era el sistema carcelario de Sudáfrica.

Fuera de la prisión Víctor Verster, salió por la reja principal y de la mano de su mujer, Winnie, lo esperaba una multitud de periodistas y cámaras de todo el mundo: era el ex prisionero negro más importante en aquella Sudáfrica ferozmente blanca. Que lo fotografiaran vino muy bien: no había en el mundo fotos de Mandela posterior a su ingreso a prisión, en 1964. Y las fotos viejas que acumulaban polvo en los archivos, no podían ser reproducidas en los medios de Sudáfrica. La revista americana Time, que le dio su tapa de la semana para celebrar su liberación, recurrió a un dibujo del rostro de Mandela, una especie de identikit telefónico que dictó su mujer. El ahora ex prisionero enfrentó las cámaras con una sonrisa. No expresó ni una queja. No tenía tiempo para esas cosas: tenía que fundar una nación. Fue lo que hizo.

Cuando de la prisión lo llevaron a la alcaidía de Ciudad del Cabo para cumplir con esos trámites engorrosos con que la cárcel te despide a la libertad, dio un discurso, que se conoció enseguida en todo el mundo, en el que afirmó su compromiso para mantener la paz y la reconciliación con la minoritaria raza blanca. Dejó en claro que la lucha armada del CNA, el Congreso Nacional Africano, no estaba terminada y seguiría como “una forma de acción defensiva contra la violencia del apartheid”. Paz, dijo, pero no a cualquier precio. Tenía en mente un sueño a lograr: darle a la población de raza negra el derecho a votar en las elecciones generales y locales. Contra eso había empezado a luchar Mandela cuando muchacho, sin imaginar el destino que le esperaba el día de su libertad y a sus setenta y tres años: refundar su nación y presidirla.

Nelson Rolihlahia Mandela había nacido el 18 de julio de 1918, como príncipe heredero de la tribu Tumbú, la más noble de la región de Transkei, una de las etnias sudafricanas. Su nombre, según quien lo lea e interprete, significa “el que rompe una rama”, o “el que quiebra lo establecido”, o “el que crea dificultades”, o “el que nunca está conforme”. Cualquiera le calzaba justo. Años después fue conocido como Madiba, que era el nombre de su clan. El primer día en el colegio metodista al que lo enviaron sus padres, la maestra le dio, como a todos los demás alumnos, un nombre inglés: Nelson. “¿Por qué lo eligió? No tengo la más mínima idea”, confesaría Mandela en 1994.

Estudió en la Universidad de Fort Hare, una institución prestigiosa para la población de raza negra, de la Provincia Oriental del Cabo: quería ser abogado o empleado del Departamento de Asuntos Indígenas. Allí conoció a Oliver Tambo, que sería un aliado incondicional en los años por venir. Mandela frecuentó poco el CNA y el Movimiento Antimperialista que exigía una Sudáfrica independiente. Por el contrario, tomó partido por Gran Bretaña cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y él era un muchacho de veintiún años. Una protesta estudiantil banal, contra la calidad de los alimentos, que era mala, le valió una suspensión temporal en la Universidad, a la que dejó de lado sin obtener título alguno.

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